jueves, 2 de agosto de 2012

La acera de en frente

05:45 de la mañana. Suena el despertador. Con un gran sufrimiento y abrazándome a tu almohada como si estuviera al borde de un precipicio hago el mayor esfuerzo de cada día y consigo poner mi pie (derecho o izquierdo) encima de la alfombra. Me visto, dando gracias de haber dejado preparada la ropa el día anterior, porque sino fuese así, eligiendo la ropa con los ojos sin despegar, fijo que salía de casa con una falda rosa y una camiseta roja (o lo que  cada uno quiera considerar como lo más hortera).

Lavarse la cara suele ser primordial, sí, seamos limpios, pero sobre todo prácticos, es una buena forma de despejarse. Salgo a la calle, espero varios minutos el autobús (parece que ha decidido no pasar nunca a la misma hora) y cuando por fin llega consigo uno de esos últimos asientos libres. “¡Toma ya!”. Pero resulta que quizá no haya sido tan afortunada… “¿por qué siempre me toca sentarme al lado del señor que bosteza a cada segundo y de su boca sale un olor bastante desagradable?, ¿será que ningún señor se lava los dientes por la mañana?”. (Perdonad por lo desagradable de la situación).

Pero bueno, hay que ser optimistas, ¡un día menos!, pienso, ¡se acerca el fin de semana! Una vez terminado el martirio del autobús, entro en el metro, que también se ha estropeado y, después de esperar (otra vez) varios minutos, empieza lo verdaderamente impactante para mí. Veo como varios jóvenes (¡madre mía, lo digo como si yo ya no lo fuese!) entran con una moña bastante considerable, las barbaridades suenan a todo volumen en el vagón, las risas y las bromas se convierten en las protagonistas de la mañana. Abrazos y besos para despedirse hasta septiembre, esa exaltación de la amistad que se hace extremadamente presente cuando las copitas de más han hecho su efecto.

Salgo del metro y empiezo a pensar, pero mis meditaciones se ven interrumpidas por otro grupo de jóvenes, que también venían de fiesta (se veía claramente en el famoso rimel corrido y los ojos negros de las chicas). Retomo mis pensamientos y llego a la conclusión de que ¡yo antes también era así! Salía por las noches y al volver a casa (cuando abrían el metro) notaba como todo el mundo me miraba pensando: “Pobre chica, sola a estas horas de la mañana y con esa pinta, sabrá dios de donde viene”.

¿En qué momento he cambiado de acera? Antes era la observada, ahora soy la observadora. Me gustaba esa acera, pero también me gusta ésta (o no me queda otro remedio). Todos podemos cambiar de acera y comenzar a ver la otra como la diferente, la mala, o quizá no, quizá sea simplemente la que te toca aceptar envidiando pertenecer a la otra, pero, ¿quién asegura qué acera es la buena? Posiblemente, lo sean las dos.

@palomaperezdiez