martes, 24 de enero de 2012

Sí, siempre puede ir a peor

7:30. Suena el despertador y un día más me levanto a toda prisa y con ningún tipo de motivación para llegar a trabajar. Aunque he de reconocer que hoy es viernes, ¡por fin se acaba la semana!

Llego a Puerta del Sur y un tumulto de personas me empujan, aunque ya estoy acostumbrada, me ocurre todas las mañanas. Como sardinas en lata cada uno empieza su día. Unos lo hacen leyendo un libro, otros el periódico, normalmente gratuito, algunos consultan su correo o escriben un WhatsApp de “buenos días, por fin llegó el viernes”, y los más perezosos que aprovechan esos veinte minutos de metro para poder echar la última cabezadita.

Llego a la parada, subo a toda prisa por las escaleras mecánicas mientras intento coordinar los movimientos de mis piernas con los de mis brazos (poniéndome un casco revoltoso que no se queda quieto en la oreja) y de pronto me voy al suelo. Sí, así, sin más. Delante de un millón de personas. Ya no sólo es la vergüenza, sino que me he clavado los ‘piquitos’ esos que tienen las escaleras mecánicas en la rodilla.

Llego al trabajo, noto un gran resquemor en mi rodilla, voy al baño y veo que está llena de sangre, me la limpio y problema resuelto. ¡Por lo menos no se me ha roto el pantalón!

Me pongo a trabajar y recibo innumerables malas contestaciones porque oye, se supone que todos debemos haber nacido aprendidos, y sintiéndolo mucho ese no es mi caso… ¡más me gustaría a mí!

Por fin llega la hora de irme a casa. Mi cabeza no para de pensar: “Se acabó. Por fin acaba este horrible día. Ahora me voy a comer con mi novio y me olvido de un viernes un tanto tortuoso”.

Me monto en cercanías, vuelvo a ponerme mis cascos, pero en esta ocasión, bajo con más cuidado las escaleras. Cojo mi cuaderno y me pongo a hacer deberes de italiano, ¡hay que aprovechar el tiempo! Hasta que aparece el típico personaje que se aburre soberanamente en su casa.

Me ve y según ve mi pie ligeramente situado en el asiento de en frente (que no es encima) directamente y sin más contemplaciones comienza a llamarme guarra, me dice que quite mis pezuñas, que yo misma me falto el respeto poniendo ahí los pies y un sinfín de lindezas similares.

Discuto con él. No es quién para insultarme gratuitamente, bueno, realmente nadie es ese quien para insultar así a alguien. Hasta que me doy por vencida y recurro una vez más a mis maravillosos cascos. “¿Quieres que me calle?”; me grita mi amigo. A lo que ni corta ni perezosa le contesto: “No. Usted puede hablar todo lo que quiera, pero yo no pienso escucharle”.

Llego a mi destino y la impotencia puede conmigo. Me encantaría romper a llorar pero pienso que no merece la pena, todavía me queda viernes por disfrutar.

La tarde fue buena, pero de vuelta a casa el viaje en metro volvió a ser toda una aventura. Me siento, estoy cansada y con ganas de llegar a casa. En esta ocasión decido dejar mis cascos en el bolso, creo que me he saturado de tanta música. Y como todo hijo de humano, escucho la conversación que mantienen unas niñas de quince años: “A mí la regla ya me baja bien, suele venirme cada mes. A ver si tengo suerte este fin de semana y no me viene porque quiero zorrear”. Tal cual. Sin miramientos.

Día surrealista donde los haya. Yo me hago ver demasiado sin quererlo, otros están deseando que su voz se oiga por encima de la de todos los demás, aunque lo que tenga que decirse no sea muy elocuente. Pero se acabó. Por fin se terminó el ansiado viernes. A ver si el lunes comienza mejor la semana. Sólo espero que mi pie izquierdo sea el primero en apoyarse sobre la alfombra.

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